Comentario
La unión de la Iglesia romana y griega se plantea, al comenzar el Concilio de Basilea, desde una nueva perspectiva; la toma de Tesalónica por los turcos, en 1430, constituía una amenaza para el Imperio bizantino, pero también para el resto de Europa. Era imprescindible una acción conjunta, que se vería facilitada por la unión de las Iglesias. El viejo proyecto aparecía ahora como imprescindible, pero su logro se verá dificultado por las tensiones entre Papa y Concilio.
Desde el primer momento del concilio se apela a la unión como objetivo, aunque muchos fueran escépticos respecto a sus posibilidades; las primeras tensiones entre Papa y Concilio abrieron un paréntesis en esta cuestión, durante más de un año, volviéndose a plantear a partir del momento en que Eugenio IV autorizaba la prosecución del Concilio, en febrero de 1433.
Eugenio IV proyecta un posible concilio en Ancona, lugar más accesible para los griegos, al que se trasladará, en su momento, la asamblea de Basilea, o, incluso, un concilio de la Iglesia griega, en Constantinopla, al que asistiesen delegados de la Iglesia romana, proyecto más sencillo y barato.
Negociando con los griegos, de modo paralelo, el medio de concluir la separación de las Iglesias, Papa y Concilio llegaron a acuerdos opuestos en julio y agosto de 1434. Con Eugenio IV acordaron un concilio en Constantinopla; con los conciliares, la venida de los griegos a Occidente, pero no a Basilea, como éstos pretendían, aunque lograron de los embajadores bizantinos la promesa de que tratarían de lograr del emperador la aceptación de esa ciudad como sede del futuro concilio. Una prolija negociación disponía todo lo necesario para el soporte económico de la operación, y para el envío de tropas a Constantinopla que garantizasen su seguridad durante la ausencia de los dignatarios griegos asistentes al concilio.
El Concilio pretendía que el Pontífice asintiese a lo acordado por el Concilio; Eugenio IV respondió mesuradamente, sin romper sus relaciones con el concilio, pese a la poco respetuosa actitud de éste, que había negociado a sus espaldas. Se lamentaba, sobre todo, de la penosa impresión que Papa y Concilio estaban causando a los griegos y se mostraba dispuesto a lograr la unión por cualquier medio, si bien consideraba sumamente difícil el previsto por el concilio.
El emperador griego se inclinó por la celebración de un concilio de la Iglesia oriental en Constantinopla, con asistencia de representantes occidentales, como solución más viable, remitió una embajada al Pontífice y dio instrucciones a sus embajadores para que anulasen lo acordado con el concilio, pero atrayendo a los conciliares a la vía ahora acordada.
En unas rápidas negociaciones en Florencia, a finales de enero y durante el mes de febrero de 1435, los embajadores griegos y Eugenio IV concluyeron unos acuerdos definiendo las cuestiones de procedimiento, ya que el hecho de la celebración del concilio en Constantinopla ya no se discutía.
No fue posible, en cambio, a los embajadores griegos y pontificios, trasladados a Basilea, obtener la adhesión de los conciliares al proyecto firmado en Florencia, a pesar de insistir durante todo el mes de abril de ese año: no podían aceptar que el Cisma se resolviese fuera de un concilio universal.
El Concilio comunicaba al Papa su posición, así como sus proyectos de seguir adelante en lo negociado por su parte con los griegos; como una muestra de la decisión y de la fuerza de su posición debe ser entendido el decreto de supresión de "annatas", aprobado por el Concilio el 9 de junio, que privaba al Pontífice de una parte sustancial de sus ingresos.
La postura del Papa ante los requerimientos conciliares fue amable pero firme: aceptaba un concilio en Occidente, siempre que los griegos estuvieran de acuerdo, cosa poco probable, y en una ciudad cómoda para él, lo que descartaba Basilea.
En noviembre de este año, una nueva embajada conciliar insistía en la celebración de un concilio en Occidente, dando todo tipo de garantías económicas y de seguridad; aceptaron los griegos, pero solicitaron un lugar de reunión del concilio aceptable para ellos, en concreto Ancona, insistieron en el cumplimiento de los compromisos económicos, y, sobre todo, exigieron la presencia del Papa en todo el proceso.
Distaba mucho de ser una respuesta positiva: no era fácil el cumplimiento de las obligaciones económicas, era claro el rechazo a Basilea como sede conciliar, incluso podía apreciarse un distingo entre el actual y el futuro concilio, y, lo más complejo, se reclamaba un papel de primera línea para el Papa, en un momento en que las relaciones de éste y el Concilio estaban a punto de naufragar.
En los meses siguientes se registra una gran actividad diplomática del Concilio a la búsqueda de la ciudad que aspire a ser la futura sede del concilio, realice la mejor oferta económica, y no pueda ser tenida como favorable al Papa. Las graves obligaciones económicas contraídas por el concilio requerían una ciudad que patrocinara el empeño; sin embargo, se rechazó la candidatura de Florencia, la más sólida, por ser favorable a Eugenio IV.
El concilio insistió en Aviñón, quizá buscando una negativa de Eugenio IV, o acaso tratando de lograr el apoyo de Carlos VII. Al rey de Francia le agradaba el proyecto y, aunque lo apoyó desde el primer momento, la necesidad de contar con el apoyo pontificio, para llevar a cabo los proyectos angevinos en Italia, le hizo mantenerse a la espera de los acontecimientos.
Se recibió una excelente oferta florentina, rechazada por las razones que hemos dicho; otra del duque de Milán, también interesante, y una de Venecia, no demasiado precisa en el terreno económico. El emperador Segismundo exigió primero la permanencia en Basilea, luego ofreció Buda, aunque la oferta económica no era plenamente satisfactoria; por razones económicas se rechazó la oferta del duque de Austria.
Estos contactos retrasaron la toma de decisiones por parte del Concilio, causando la natural inquietud en las autoridades griegas y en los propios embajadores conciliares en Constantinopla, a medida que transcurrían los meses de 1436 sin noticias. A finales de ese año, una embajada griega protestaba oficialmente en Basilea por el retraso que estaba sufriendo el proceso de unión, y por la propia actitud del Concilio, que ellos veían contraria a los acuerdos iniciales y a la figura de Eugenio IV.